Azul en el patio de sombras.

Hoy cumplo 10 años y el teléfono no ha parado de sonar. En la pantalla aparecen reflejadas varias llamadas de mi colegio. La vecina ha tocado el timbre. Y el cartero, para una carta certificada. He preferido no abrir. Sé que pronto alguien dará la voz de alarma. Y entonces la policía destrozará la puerta con un hacha, como hicieron en el piso de arriba con aquella anciana.
Mamá continúa mirando por la ventana. Me sitúo detrás de su cabeza y la peino. Le doy besitos en el cuello. Rozo con mis labios la punta de su nariz, aún roja. Ya no es capaz de decirme: «María, fuera», porque se ha quedado callada, sentada en el sofa, con los párpados abiertos. Su mirada está fija en el muro del patio de sombras, donde anidan esos insectos en vainas que parecen pelusas y de donde a veces brota un pequeño aguijón.
Estamos en agosto y el olor atrae a los insectos. Los que esperan en sus capullos para nacer y los que ya están vivos. Los mosquitos de la fruta se posan sobre su cara. Tengo que usar el insecticida. Lo hago con cuidado o su piel sabrá a química. Luego ajusto unas ramitas de lavanda sobre sus orejas para repeler a los insectos. Protejo su cara con el velo de mi primera comunión. La lavo con toallitas y esparzo la colonia en el aire tal y como ella me enseñó.
Debo aprovechar para dar todo mi amor a mamá. Hasta hace dos días, cuando buscaba su tacto, se ponía tensa y me apartaba con la mano. O me retorcía el brazo mientras me susurraba que era una ramera. O me golpeaba la cara con el reverso de la mano. Me gustaba provocarla para que me pegase. Cuando lo lograba, me pasaba horas contemplando mi mejilla magullada en el espejo. Colocaba la cuenca de mi mano sobre la piel rosada y me imaginaba que la mejilla era mi cuerpo y la palma el cuerpo desnudo de mamá.
Ahora está rígida, pero no puede apartarme. El amor a mamá es como la vida de un insecto, se prepara durante mucho tiempo en cápsulas de gestación y se consuma solo en unos pocos días, quizás horas. Hasta que la policía destroce la puerta.
¿Cómo será el cielo de mamá? Creo que sus ojos intentan alcanzarlo pero no llegan. Se han quedado quietos en el miedo. Sus ojos son ahora la puerta hacia lo que no entiendo. Es mejor no abrir la puerta. Prefiero que solo existan mis yemas acariciando sus pecas, mis besos, el cepillo con el que desenredo sus rizos. En el muro del patio interior los insectos se contonean, brotan de sus envolturas de pelusa y muestran sus aguijones en forma de interrogante.
Los labios de mamá se han quedado entreabiertos, algunos mosquitos de la fruta han intentado entrar pero los he rociado con el espray y agonizan en el suelo. Alzo el velo y froto sus labios con mis labios, se están agrietando y trato de humedecerlos con mi saliva. Mi lengua penetra en el pequeño hueco de su comisura. Su boca huele a nube de algodón, alcohol y manzana podrida. El tercero es un olor nuevo al que no termino de acostumbrarme. Los dos primeros forman su aroma habitual, el que respiraba en silencio cuando me escondía en su habitación y colocaba mi boca a varios centímetros de sus labios, siempre entre la emoción y el miedo de que sus párpados se abrieran y sus manos me dieran una paliza.
Me tiemblan los dientes, los párpados, las rodillas. Le desabrocho la blusa y el sujetador. Palpo sus tetas. Están caídas y no tienen leche. Son como dos frutas alargadas a punto de desprenderse del árbol que las sostiene. Me coloco sobre sus rodillas con cuidado para que no pierda el equilibrio. Pruebo a succionar. Primero despacio, luego con ansiedad. Mi boca presiona tanto que su pezón se tiñe de violeta. Froto mi entrepierna con su vientre y su cabeza se ladea hacia mis ojos, como si quisiera decirme algo. Me sobresalto y se me eriza la piel de los brazos. Mis bragas mojadas se pegan a la parte interior de mis muslos. Escucho el timbre, resuenan golpes en la puerta y voces de hombre a las que no me molesto contestar. Alguien golpea la madera con el filo de un hacha. Las astillas de la puerta se desprenden entre una nube de serrín. Más allá de la ventana, uno de los aguijones con forma de interrogante se convierte en una polilla, que vuela hasta el único agujero azul del patio de sombras.

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Moscas y príncipes azules.

Ahora hablas de un príncipe azul que te rescatará de esta rutina gris. Miro a una mosca, que se frota las patas delanteras. Suspiras y preguntas por qué. Yo también me preguntó por qué (¿tiene picor?) Me preguntas si alguna vez encontrarás a ese hombre capaz de interpretar tus emociones y satisfacerlas con una respuesta o acción precisa. Una acción precisa para satisfacer alguna necesidad orgánica, creo que esa es la clave. Miras al horizonte con una pose artificial y me dices que será un animal salvaje en la cama. Las moscas también tienen coitos salvajes, se quedan enganchadas durante minutos, quizá el frotamiento sea una causa o un efecto de esto. ¿Dónde están los hombres de verdad?, me preguntas. No lo sé, pienso, quizá estén en el baño de sus casas, frotándose como moscas hasta eyacular. Entonces me abrazas y me dices que ojalá fuera yo, que qué pena que no sea yo, pues soy el único chico que la comprende. La mosca deja de frotarse las patas y echa a volar.

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La lógica del círculo.

Hablábamos y caminábamos en círculo, para concluir y empezar siempre en el mismo lugar. Un lugar gastado y seguro, donde envejecer era un proceso matemático e infalible. De vez en cuando un acontecimiento interfería en nuestras vidas y nos mostraba una arista peligrosa, una desviación geométrica de la lógica. Entonces teníamos que esforzarnos en delinear nuevamente los planos del círculo, de manera que la circunferencia no se deformara y nos llevara por caminos angustiosos e incomprensibles.

Para que nuestra vida formara un círculo, leíamos todos los días un guión cuadrado. Los puntos del guión solían ser el sol y el frío, el telediario, la hipoteca, el misionero, la quiniela, el lumbago, el vecino loco del quinto, salvar a los niños de la tele del hombre de los caramelos, criticar a los amigos tontos que, al contrario de nosotros, no habían ido a la universidad, salvar a las chicas de la tele del violador psicópata, comprar pan y mermelada para el desayuno, cantar la canción del supermercado, cambiar los muebles de lugar cada tres meses y colocarlos como estaban hace seis y otros acontecimientos de apariencia vulgar pero vitales para el engranaje de la circunferencia.

Hubo días en el los que el círculo pareció desvanecerse, como el día del terremoto. El televisor se rompió y no funcionaba internet, la comida se estropeó porque se interrumpió el suministro eléctrico, y se acabaron las benzodiazepinas en el peor momento.  Tuvimos que llamar a un programa de radio para quejarnos de lo mal que funcionaba el gobierno. Era sábado y tocaba misionero, pero solo pudimos acurrucarnos bajo las mantas con los cascos de la bicicleta sobre la cabeza por si acaso el techo de la habitación cedía.

No obstante, un orden divino siempre ponía las cosas en su lugar y el círculo volvía a erigirse como el camino a seguir. En realidad, usábamos un truco. Cuando las cosas iban muy mal hacíamos fuerza, es decir, nos cogíamos de las manos, tensábamos los brazos, comprimíamos las mandíbulas y hablábamos de entes superiores: dios, el periódico, la televisión, los jueces, el gobierno, que a través de alguna acción concreta retorcerían a la tozuda realidad y la reconducirían a su ruta cíclica.

No puedo hablar mucho de los días en los que la geometría empezó a variar porque el sistema nervioso me falla. Un día mi banco se quedó con nuestros ahorros, con los de mis vecinos, con los de todos los habitantes de mi país. El dinero era el compás del círculo. Pasamos hambre y algún tiempo en algunas clínicas especiales. Mi mujer se enamoró de un enfermero. Una vez que se fractura levemente un círculo, todas las certezas se derrumban, todas las líneas se transforman en segmentos abiertos hacia el vacío y el sistema lógico se convierte en caos.

Hace tiempo que tracé otra línea, que aún no es un círculo. Vivo en otro país. Trabajo y gano dinero. Busco mujer. Quiero empezar otro círculo porque a una determinada edad uno ya no sabe vivir de otra manera.

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Dilemas de amor y rutina.

El hombre pensó que existían tres posibilidades:
a) Decirle a la mujer que pensaba en ella siempre, que no podía vivir sin ella y otros tópicos de enamorado incauto.
b) Decirle a la mujer que no deseaba verla, pues el amor que sentía por ella hacía empequeñecer el resto de las cosas, lo que era incompatible con su moral de vida.
c) No decir nada a la mujer y dejar que todo transcurriera sin dramatismos superfluos.
Eligió la segunda opción. Ella aceptó su decisión sin sorpresa, puede que con alivio. Él, en cambio, no se sintió bien con su manera de actuar, y se comportó como si hubiera optado por la primera elección, agasajándola o recriminándole minucias cada vez que la encontraba, mostrando una actitud amorosa en la que frecuentemente perdía la dignidad. Ante esta situación, ella meditó tres posibilidades.
a) Comportarse como si nada sucediera.
b) Aceptar al hombre en calidad de perro fiel, a sabiendas de que podría utilizarlo con fines afectivos en los periodos de baja autoestima.
c) Enviarlo en voz alta al país imaginario de las heces.
Optó por la primera opción, aunque en ocasiones de debilidad aplicara con él el segundo o el tercero de los enunciados. Así transcurrió un tiempo en el cual pudieron suceder tres finales, que pueden elegir, a modo de conclusión de este cuento, quienes ahora leen.
a) Se comportaron de igual manera hasta el final de sus vidas, como actores de una rutina infame.
b) El hombre se cansó de si mismo y, desengañado, ingresó en una orden sectaria basada en la flagelación como camino para conseguir el amor de dios.
c) La mujer se juntó con él por compasión de si misma, ya que no encontró a nadie menos malo con quien compartir su vida.

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